viernes, 19 de octubre de 2007

Alan García y la devaluación de la política

Gran artículo de Baldo Kresalja que reproduciré a continuación. Coincido con él en que, contra lo que muchos piensan, Alan García no es un gran político. Pienso que más bien es todo lo contrario, y que con sus mentiras, servicios al interés económico, apañamiento de corruptos y destrucción de instituciones nos está haciendo retroceder, una vez más, a la condición de país cortoplacista, anecdótico, paraíso de la irregularidad y de la corrupción. A continuación el artículo de Baldo publicado en La República del día 18 de octubre del 2007:

Las Próximas Batallas. El soberano (in)útil
Baldo Kresalja
.
Quizá el Presidente García, cuando era joven, creció y se educó bajo una monarquía partidaria, cuyo soberano practicó una especie de despotismo ilustrado. Haya de la Torre, guía y hermano mayor de todos los apristas, aventajaba a los demás por su sacrificio moral. Y ello se percibía en su acción política (A. Zapata, LR, 21.02.07). En un ambiente así pueden sin duda surgir en los seguidores muchas preguntas, pero la respuesta final, opción del soberano, no puede ser discutida.
Pudo ser una forma de comportamiento necesaria en una coyuntura sociopolítica como la que caracterizó al Perú cuando el Apra se inició. Pero esa forma de pensar y de actuar es contraria tanto a la formulación del pensamiento científico –tarea principal de la universidad– como al proceso de globalización en marcha, donde las cascadas de interrogantes dan lugar a respuestas que se convierten en preguntas en el ancho caudal de los nuevos conocimientos. Ahora solo parece haber en ese partido nostalgia por una época en que la esperanza habitaba en los corazones y movilizaba al pueblo.
¿Cuál es el proyecto del gobierno? ¿Cuáles los valores que lo sustentan? ¡Nadie lo sabe! ¡Cómo extrañarse de que se prefiera feligreses obedientes a ciudadanos concientes de sus responsabilidades!
Alan García ha sustituido al antiguo soberano, pero no tiene los conocimientos ni la aptitud moral para convertirse en guía, no sólo de los apristas, sino también de los peruanos. Maneja su liderazgo con un verbo fácil, decimonónico, administrando sinecuras y concediendo favores, y es aceptado porque es necesario pero no por ser querido. El nuevo soberano no es un gran político; temo que es sólo útil para algunos, pero inútil para el país.
La política parece haber dejado de ser entre nosotros un conjunto de proposiciones sólidas de las que se infiere una práctica posible; ha derivado en conversación: a ver qué dices para saber qué contesto. Y así nadie sabe lo que piensan en verdad los gobernantes. El uso habitual por nuestros políticos de la entrevista y el micro, propicios para dar estocadas al adversario, no solo tiene que ver con el empobrecimiento de la capacidad discursiva, sino que es recurrir a lugares comunes o frases fabricadas por algún técnico en marketing.
El gobierno aprista comienza a percibir, a poco más de un año, que no sabe qué hacer con el poder, ausentes los mensajes primigenios, y es incapaz, además, de gerenciar las arcas llenas. Y por todo ello ha decidido, sin opción distinta, mantener en sus cargos a una tecnocracia neoliberal que no conoce de demandas populares como tampoco del mundo de la producción. Cuando ya era obvia la corrupción en los días postreros del gobierno de Fujimori, muchos de sus seguidores y no pocos de los beneficiarios de sus tropelías seguían pidiendo más de lo mismo. Pocas veces la abyección moral cayó más hondo. Varios de ellos, no sé si muchos, gobiernan hoy con el Apra, protegiendo así sus intereses y pidiendo olvido para sus conductas. No sólo se percibe en la política económica y en las continuas propuestas demagógicas, también en el abandono cruel de las promesas electorales. La aparente hegemonía de ese discurso dominante, que la mayoría de los medios amplifican, es contraria a los intereses permanentes de los ciudadanos. En esta materia, al parecer, el olvido ha entrado para permanecer en la lengua de nuestro mandatario.
Lo que parece surgir del promovido individualismo consumista es una creciente agresividad que da motivo a excusas represivas, a solicitar la pena de muerte, o a proponer incremento en las sanciones. Ello es prueba de autoritarismo, no de autoridad. Los modelos de referencia que los medios propalan, financiados por una publicidad agresora, son los de personas cuyos hábitos de consumo son inalcanzables para las mayorías por vías naturales y decentes. El orden colectivo democrático y republicano queda así vaciado. Nunca un centro comercial generará sentido de pertenencia. Que nadie se asombre entonces cuando la pobreza continúe, la migración aumente y la criminalidad se extienda. Nadie parece atreverse a decir que para superar estas desgracias hay que luchar contra la precariedad laboral, familiar, sanitaria y educativa, propia de un Estado indolente frente a sus ciudadanos y de una representación política deslegitimada por su cotidiana frivolidad.
Se dice que las revoluciones tienen dos fases. Una primera que es la lucha por la libertad –donde los valores de la honestidad y la fraternidad están presentes– y la otra que es la lucha por el poder –donde priman la envidia, la violencia y la desconfianza– y que tiene siempre el semblante del fracaso. En esta última, la mentira promovida desde las más altas esferas comienza a regarse en los comportamientos vinculados a la vida pública. Las acusaciones ni siquiera se toman en serio y una sustituye a la otra. No está mal visto engañar al oponente, siempre que se haga con cinismo. Como decía el poeta: "de la verdad no ha quedado más que una fetidez de notarios". Nada parece limitar las promesas del nuevo soberano, que al parecer no es conciente de que los votantes no conceden ya verosimilitud a sus palabras. Con lo cual se termina por extinguir la confianza en el futuro. Parece ya claro que con el segundo gobierno aprista la política no solo ha perdido ideología sino también categoría, dándosele ahora solo un rango mediático, remedo de su natural vitalidad. (las letras resaltadas son del posteador).