martes, 3 de junio de 2008

Denise Dresser: una columnista imprescindible

Siempre que puedo comento acerca de la extraordinaria pluma de los columnistas mexicanos. Entre Reforma, El Universal y Jornada, por no llegar a Etcétera o Letras Libres, uno no sabe por dónde empezar si de disfrutar de una buena lectura se trata. De ello hemos hablado en diversas ocasiones con mis amigos Hugo Neira y José Matos Mar, tanto en Lima como en la extrañada casa de Pepe en Barranca del Muerto en el Distrito Federal.
Entre esos columnistas mexicanos que considero imprescindibles se encuentra Denise Dresser, destacada politóloga y periodista que tiene a la verdad, la inteligencia y la independencia como lema. De ella y de Guadalupe Loaeza conversé, sin conocerlas por supuesto, en una oportunidad con Adolfo Aguilar Zinser gran diplomático mexicano lamentablemente desaparecido.
Entre las cosas buenas que nos trae la globalización y esta sociedad del conocimiento está la de leer a Denise, por quien siento una afinidad virtual de tanto leerla.
Disfruten la pluma de Denise Dresser, gracias al diario Reforma de México:
Ausencia doble

Comienzo por parafrasear la carta reciente de un lector a este periódico. Una carta dura, honesta, preocupada, cuyo contenido enlista lo que tiende a ocupar las primeras planas, cualquier día, y constituye un diagnóstico de lo mucho que nos aqueja. Un multimillonario líder petrolero que viaja a Las Vegas es dueño de un lujoso departamento en Cancún, y pasea en yate con costoso reloj. Un "presidente legítimo" que habla siempre de transparencia pero puso candados a la información de los gastos efectuados en la faraónica obra del Segundo Piso del Periférico. Un senador que dice que los líos de los líderes petroleros sólo le competen a los sindicalizados de Pemex. Un gobernador que le mienta la madre a quienes no piensan como él mientras dona dinero del erario en callada complicidad con un cardenal. Unos gobernadores del PRI que condicionan su apoyo a la reforma energética a cambio de su propia tajada de recursos y contratos petroleros.


La carta concluye con una declaración de coraje, con un sentimiento de vergüenza, con la confirmación de que como México "no hay dos". Y revela la desilusión de tantos ante la recesión democrática; ante una transición que ha resultado ser un fenómeno epidérmico; ante un cambio celebrado por la alternancia electoral pero manchado por las múltiples formas de mal gobierno. Policías abusivos y oligarquías rentistas y burocracias indiferentes y jueces corruptos y élites venales que desdeñan el Estado de derecho y no le rinden cuentas a nadie. Todos los días, las páginas de Reforma están repletas de notas detallando otro abuso. Otro ejemplo de corrupción compartida. Otra muestra de extracción a costa de los ciudadanos. Otro indicador de lo que el politólogo Larry Diamond llama -en un artículo reciente en Foreign Affairs- la persistencia del "Estado depredador".


Ese Estado mexicano, donde la corrupción y el abuso no son una aberración sino una condición natural. Donde el conflicto de interés en el cual incurrió Juan Camilo Mouriño no es la excepción sino la regla. Donde desde hace cientos de años la propensión de las élites gobernantes ha sido monopolizar el poder en vez de restringirlo. Donde la clase política usa su influencia para extraer rentas de la economía en lugar de promover leyes transparentes, instituciones fuertes, mercados funcionales. El resultado es un Estado depredador. Un Estado kleptocrático que instrumenta políticas públicas ineficientes, expolia a sus ciudadanos y usa los recursos públicos para su propia glorificación o consumo. Un Estado cínico y oportunista en el cual las personas comunes y corrientes no son percibidas como ciudadanos sino como clientelas. El objetivo del gobierno no es garantizar bienes públicos -como caminos, hospitales, escuelas- sino producir bienes privados para los funcionarios y sus amigos y sus familias. Para los allegados de Elba Esther Gordillo y Carlos Romero Deschamps y Fidel Herrera y Emilio González Márquez y tantos más.


En un sistema así, casi todos se sienten como el autor de la carta a la cual aludí al inicio de este texto: impotentes, explotados, insatisfechos, enojados. Y, ¿cómo no? El Estado depredador ha producido una sociedad depredadora. Un país que empuja a su población a la informalidad y a doblar las reglas. Un país en el cual las grandes fortunas no son producto de la actividad productiva sino de la manipulación política. Aquí en la República mafiosa los políticos convierten las elecciones en juegos suma-cero donde nadie puede darse el lujo de perder. Los líderes sindicales convierten a sus agremiados en clientes dependientes de los favores que les otorgan. Los funcionarios de Pemex parecen más preocupados por el dinero que pueden recolectar que por el bien público de los contratos que autorizan. Aquí en la República rentista, con demasiada frecuencia los policías no persiguen a los criminales, los reguladores no regulan, los jueces no aplican la ley, los agentes aduanales no inspeccionan, los empresarios no compiten, los acreedores no pagan, los contribuyentes no contribuyen, los automovilistas no se paran en los semáforos. Toda transacción es manipulada y manipulable.


Aquí en la República desilusionada, hay una ausencia doble: falta buen gobierno y falta buena sociedad. Faltan "comunidades cívicas" en donde los ciudadanos confían unos en otros, obedecen la ley, siguen las reglas y promueven el bien público -porque saben que alguna autoridad los sancionará si no lo hacen. Aquí en la República deteriorada, las instituciones no generan la participación popular porque el sistema político/económico es tan elitista, tan corrupto, tan poco sensible a su población. Y por ello produce ciudadanos pero sólo de nombre que no cuentan con canales eficaces de participación e influencia, más allá de su voto. Pueden tachar una boleta electoral pero no pueden remover a un gobernador corrupto. Pueden llevar a un político al poder pero no incidir en cómo lo ejerce. En México hay competencia, pero ocurre entre partidos corrompidos y clientelares. En México hay gobiernos electos pero poco representativos.


Frente a esta realidad, el reformismo de Felipe Calderón no podrá llegar muy lejos. Si la gobernabilidad democrática no mejora, el crecimiento económico del 6 por ciento que el Presidente augura jamás ocurrirá. Si las reglas que permiten el patrimonialismo de las instituciones y condonan la corrupción no cambian, las reformas aplaudidas jamás lograrán su cometido. A México le urge escapar de los depredadores y sólo lo logrará mediante reglas rigurosas e instituciones imparciales. Mediante auditores y ombudsmans y comisiones con capacidad para investigar y sancionar. Mediante la presión pública y el castigo que debe acarrear. Mediante el fortalecimiento de las instancias que exigen la rendición de cuentas y la autonomía de quienes trabajan en ellas. Mediante la reelección legislativa y los vínculos entre gobernantes y gobernados que debe asegurar.


Se trata -en esencia- de cambiar cómo funciona la política y cómo funciona la sociedad. Y ello también requerirá construir ciudadanos capaces de escribir cartas y retar a las élites y fundar organizaciones independientes y fomentar normas cívicas y sacudir conciencias y escrutinar a los funcionarios y cabildear en nombre del interés público. Se trata de reconocer, como lo escribiera James Madison, que si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario. Para precisamente para eso debe existir el Estado: para remediar con buenas reglas la ausencia de hombres angelicales. Y a los mexicanos les corresponde tanto exigirlas como cumplirlas, no al revés.

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