martes, 29 de mayo de 2007

Nuestra penosa involución

El desarrollo de un país se mide, entre otros aspectos, por la calidad de su debate público. De éste depende la formación de opinión y la construcción de ciudadanía. Sabiendo que es así, qué tipo de ciudadanos estamos configurando si la discusión más notable y la noticia más llamativa se centran en temas tan "trascendentes" -y digo esto con mucho respeto- como el fallecimiento de la Muñequita Sally, el desalojo de Santa Anita y los desarreglos de los congresistas Menchola y Canchaya. Los medios siguen aprovechándose del dolor humano para generar "rating". Importa poco la historia individual y la cuota de sufrimiento de cada uno de nuestros compatriotas. Hay que vender y las lágrimas y el dolor, montesinistamente hablando, venden. Sin embargo esta actitud nos está llevando a un nivel de empequeñecimiento moral preocupante. El nivel de empobrecimiento de nuestra sociedad se encuentra en niveles alarmantes. Y lo peor de todo es que, al igual que en los tiempos del fujimontesinismo, nos estamos acostumbrando rápidamente a convivir con algo peor que la mediocridad, que es el oscurantismo y la pobreza intelectual de quiénes deben ser los referentes en nuestro país. No hay esfuerzo por elevar el nivel del debate. Si alguien se atreve a intentar colocar un gran tema es ahogado por una prensa que sólo tiene ojos y oídos para los escándalos, la desnudez a veces pornográfica y el dolor. Si alguien pretende incentivar el enfrentamiento de ideas, los que no las tienen lo califican de conflictivo. Y así por así seguimos cayendo en una espiral que nos está degradando como sociedad, convirtiéndonos en un conjunto de sujetos sin valores y principios para los cuáles lo único importante es el "éxito", siempre y cuando éste se mida en términos económicos, sin interesar la forma como se obtuvo el dinero.
En el Perú de los tiempos del mal menor, llámese Alan García, los valores están trastocados y los referentes o están olvidados o no existen. No hay figuras descollantes en el escenario público y las valiosas se prefieren ocultar. Nuestra clase política está en un proceso de involución que no tiene cuando acabar acicateada por una Ley de Partidos que consagró la hegemonía de las cúpulas y costras dirigenciales que se niegan a la renovación. Tenemos políticos cada vez más débiles que se asustan a la menor encuesta o al mínimo titular. Contamos con políticos incapaces de ponerse al frente de lo popular para guiar y aconsejar. Políticos que se acuestan pensando en su popularidad y que se levantan con tácticas aduladoras para un pueblo fácil de seducir con la más barata de las demagogias. Gobernantes que se precian de ser bomberos y que ocultan el hecho que usan el presupuesto y la plata de todos como extinguidor.
Una vez más Alan García es culpable de este deterioro. Al igual que en el 85 la mentira y la demagogia son prácticas comunes en el Estado. Lo más lamentable es que, a diferencia de aquella época, ni siquiera hay un mínimo de talento en la oposición para configurar un bloque que impida este proceso de descomposición nacional.